LOS LÍMITES DEL CONTINUISMO: valoraciones en torno a la gobernanza energética.

Por Ana M. Benavides (Colombia)

Ya hace un poco más de 40 años, el Club de Roma puso en manos del MIT (Massachusetts Institute of Technology) la elaboración de un documento que estudiara las tendencias globales del crecimiento a mediano y largo plazo. Dicha publicación, presidida por una mujer, la científica Donella Meadows, puso contra las cuerdas -al menos de manera parcial-, el modelo de desarrollo imperante, mientras que a su vez enriqueció los debates que empezaban a darse alrededor de la ecología política, el ambientalismo y el feminismo. El famoso informe, “Los límites del crecimiento”, determinó que, de no marcar un cambio a la baja en el rumbo de los niveles demográficos, de contaminación, explotación de los recursos naturales y producción agrícola e industrial, la capacidad de carga del planeta llegaría a su límite antes de los próximos 100 años.

Era aun lo que se conocía como los años dorados, y en Occidente reinaba el optimismo a pesar del tensionante panorama que ofrecía la segunda posguerra, pues el crecimiento económico, los niveles de ingreso y consumo, así como la innovación técnica y tecnológica, hicieron que el informe pareciera un panfleto exagerado que muy pocos tomaron en serio. Con todo y esto, llegó el año de 1973, y con él la crisis petrolera, un golpe atestado por los países de la OPEP al suspender el comercio de crudo a aquellos que habían apoyado a Israel en la guerra de Yom Kipur, desabasteciendo así el suministro energético de los países industrializados, altamente dependientes del petróleo extranjero. Esto, en el contexto de las naciones ricas repercutió en una excesiva subida en los precios, en altas tasas de desempleo, estrictos racionamientos energéticos y en general, en un escenario de estanflación (el primero en su clase) y nulo crecimiento económico que se extendió casi una década y obligó a cambiar ciertos patrones en la forma en cómo funcionaba la estructura productiva de las sociedades industrializadas.

Si bien ,este episodio marcó un punto de inflexión respecto al abastecimiento energético en donde las naciones occidentales buscaron por todos los medios la forma de reducir la dependencia de los centros petroleros, a la vez que reactivaban su aparato productivo, el desarrollo y consolidación de energías alternativas o sustitutas (como la nuclear, en su tiempo) supusieron más transformaciones de forma que de fondo; pero al menos la racionalidad a corto plazo y la concepción infinita alrededor de los recursos naturales, empezaba a caer por su propio peso, pues la preocupación sobre el futuro del planeta resonaba cada vez más en la cabeza del (in)consciente colectivo. A

Al fin de cuentas el mundo convulsionaba y en el aire se sentía el espíritu de cambio de toda una generación, que, abatida por el contexto de la crisis, marcó una ruptura con la forma en qué se concebían las nociones de crecimiento, progreso y desarrollo.

En el contexto nuestro americano las cosas procedieron de otra manera, sobre todo porque a pesar del carácter estructural de las relaciones de dependencia política, económica y tecnológica de la región -un panorama que no ha cambiado, a decir verdad-, cada país vivió de manera diferente las consecuencias de la crisis, pero en términos generales, ésta terminó por pasar factura al incipiente proceso de industrialización que adelantaban de manera progresiva naciones como Brasil, México y Argentina. Por su parte, Colombia pudo en principio, llegar a unas “relativas” condiciones de autoabastecimiento, y digo “relativas” porque entre los 70’s y 80’s la producción fue disminuyendo a tal punto de tener que importar 15.000 barriles diarios de petróleo para cumplir con la demanda interna; esto es cosa menor si se le compara con Brasil, ¡que llegó a importar en su momento casi 1millón de barriles diarios! Y una diría que, con tal escenario, lo mínimo que podría esperarse es que estas economías prescindieran de ser perfiladas como petroleras, sin embargo, hoy en día los hidrocarburos siguen constituyendo una de las fuentes de ingresos más sólidas de estas naciones.

Por demás, la gota que rebasaría el vaso llegó más tarde con la crisis de la deuda a principios de los 80’s, un duro golpe que marcó el devenir de toda América Latina en múltiples aspectos, sobre todo porque condicionó tanto sus sistemas políticos como económicos al cumplimiento de los compromisos con los fondos multilaterales. Por su parte, el caso colombiano siguió mostrando un comportamiento bastante particular, pues al entrar dinero de una de las bonanzas más fructuosas de su historia ¡y ojo! no es la cafetera, la crisis pudo sobrellevarse de tal forma que marcó un contraste considerable respecto a los demás países de la región, no obstante, también exigió medidas de ajuste macroeconómico y control inflacionario para sortear el trastoque financiero.

En todo caso, como el crudo no es, ni ha sido el único commoditie con potencial para que Colombia transe en el mercado internacional, se alentó a explotar otros recursos naturales en aras de asegurar los niveles de crecimiento y pago de la deuda. Ante esta coyuntura, se esperaba que la explotación y exportación de materias primas, que servirían de insumos para las tecnologías que apostaran por la reconversión energética, fortalecieran a su vez la balanza comercial y subsanaran el déficit de las finanzas del país con la entrada de dólares al mercado local; por el contrario, terminó sepultando el agro y la industria, perpetuando así una economía de enclave que se mantiene hasta nuestros días, una completa desgracia. Por la misma época, se asistió también a la reconfiguración de los Estados, sus competencias, y la entrada de nuevos actores a la arena pública, un factor importante para entender las dinámicas de gobernanza en la nueva gestión de lo público no sólo en Colombia sino en toda América Latina.

Y así fue como la década del 2010 marcó un punto de inflexión para el país, pues la renta petrolera y los altos precios de los recursos naturales terminaron cayendo, cosa que produjo un bajón en los ingresos y en el crecimiento económico que se había mantenido por más de un decenio. Con esto en juego, vale la pena anotar que, todos los excedentes generados en su época no fueron nunca invertidos en la sostenibilidad de las regiones, no llegaron nunca a los territorios y nunca mejoraron la calidad de vida de las comunidades, en realidad sólo sirvieron para alimentar procesos de clientelismo y corrupción, no obstante, este complejo escenario también ayudó a plantear la urgente necesidad de prescindir del modelo extractivo y abordar las cuestiones sobre las finanzas sostenibles y la agenda verde.

El tránsito hasta ahora empieza a dar sus primeros pasos, el impuesto al carbón (hoy en vilo) y los casi 300 proyectos en energías “limpias” que se adelantan en 25 departamentos del país son fiel prueba de ello, sin embargo, es necesario evitar traumatismos tanto en la economía como en la sociedad, pues como bien es sabido, los efectos colaterales son por lo general, asumidos por las capas medias y bajas de la población acentuando los niveles de pobreza y desigualdad. La cuestión sobre la energía limpia también es la cuestión sobre los derechos humanos y, por ende, la transición energética en Colombia implica también la transformación del modelo productivo, el cual tiene que darse a más tardar en 15 años si quiere asegurarse la vida digna y el bienestar tanto de las poblaciones como del entorno que les rodea. No se puede seguir dependiendo del crudo, aunque éste siga contribuyendo, de forma miserable, a la hacienda pública -a pesar de los beneficios tributarios que le cuestan a la nación casi 1.5 billones-; además, las reservas vienen declinando y de aquí al 2030 la producción podría disminuir hasta en un 30%.

Con la entrada triunfal del modelo neoliberal, la acción y actividad política dejó de corresponderle solamente a la esfera estatal; ahora ésta se da de manera interdependiente con otros actores (piénsese en ONG’s, agencias supranacionales, academia, sociedad civil organizada y sector privado). Tal escenario se presenta como una oportunidad, pero también como un obstáculo para la efectiva participación de las comunidades, si se tiene en cuenta el poder que ostentan los intereses económicos y políticos de ciertos sectores. Tener en cuenta esto resulta muy importante, porque a pesar de la voluntad de los Estados, contenida en encuentros globales -Desde Estocolmo hasta París-, los gobiernos sólo se han limitado a debatir, acordar, declarar y formalizar decenas de compromisos que, aunque les obligue a tomar cartas en el asunto, no se ven materializados en acciones concretas para la consecución de una transición energética resiliente, accesible y realmente democrática que asegure el bienestar de la población y combata el cambio climático. Entonces, afrontar problemas como la contaminación y el aumento en el consumo de energía en las ciudades, por poner un ejemplo, no sólo requiere del compromiso y la coordinación de las naciones, sino de todos los actores para así llevar a cabo una estrategia que permita mitigar los impactos de la variabilidad climática y cambiar el panorama actual.

No solo se necesita voluntad política y los recursos de los centros del poder, sino también de la presión y lucha conjunta de los pueblos y de los aportes de una academia crítica y propositiva que promuevan urgentemente el cambio y la concepción sobre el desarrollo, el bienestar y la naturaleza.

 A 40 años de la publicación del informe “Los límites del crecimiento”, éste es reeditado para 2012; y en verdad no hay mucho por decir: los cuadros y el diagnóstico principal se mantienen pese a la utilización de nuevas herramientas de prospectiva; estamos cada vez más cerca del abismo, y las soluciones, aunque palpables, requieren de extraordinarios esfuerzos para hacer frente al colapso económico y humanitario que se avecina y que hoy hemos empezado a vivir adicionalmente a raíz de la crisis sanitaria. Es desalentador mirar por el retrovisor y encontrar lo poco que ha cambiado el mundo en relación con el modo de producción y el modelo de desarrollo de hace unas décadas. No queda entonces duda alguna de que el metabolismo del capital no ha hecho más que derivar en la destrucción del planeta y sus diferentes formas de vida.

Aun así, no es tarde para que la humanidad se ponga límites a sí misma, y ponga límites a los niveles de crecimiento y producción exorbitantes que hoy se tienen. Aún se pueden satisfacer las necesidades básicas de cada persona en la faz de la tierra a la vez que se vive de forma más armónica con el ambiente. En tanto generación proclive al cambio, creo firmemente que la juventud está llamada a asumir el reto de cambiar dicho panorama y asumir como compromiso ético y político el cuidado y sustentabilidad del planeta. El tiempo no da espera.

Imagen obtenida de: Embajada abierta

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *